jueves, 6 de noviembre de 2014

Cuarta sinfonía en la menor opus 63 (1909-11): 6. Análisis. III. Il tempo largo

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El tercer movimiento de la Cuarta Sinfonía de Jean Sibelius se erige en el centro musical y espiritual de la obra, el eje de gravedad en torno el cual orbita la emocionalidad del trabajo, que aquí se desnuda y habla con total desnudez al oyente. No por ello supone un paso más dentro de la evolución dramática del díptico lento-rápido que han planteado los dos primeros movimientos, creando una mística contemplación del yo infinito antes de la explosión energética y derrotista del final.

El carácter del tiempo se convierte en verdad en algo místico, y convocando a alguno de sus exégetas el recuerdo de Bruckner, compositor que Sibelius admiró profundamente. Como también en su avanzado sentido armónico y su libertad formal se han trazado vínculos a autores como Mahler o incluso Shostakovich. Bruckeriano en verdad se nos antoja la profundidad de miras de la obra, que a pesar de su mirada intimista tiene anhelos de trascendentalidad quasi religiosa (incluyendo algunas entonaciones de coral tan propias del músico austriaco).

No por ello dejamos de estar ante un movimiento cien por cien sibeliano, sólo posible por la autoría del músico nórdico. Sibeliana netamente es su construcción, la más "orgánica", evolutiva y germinadora de toda la obra, que se articula en torno a ese motor compositivo, más dominador que nunca aquí. Il tempo largo fluye orgánicamente hasta el punto que no puede descubrirse si existe un "caudal" que canalice el devenir fluvial de la música.

Ciertamente podemos hablar de una ausencia de un esquema formal, o de una forma improvisatoria, una fantasía. Como apunta Tawaststjerna debería definirse como "un tema que crece lentamente, una improvisación en tres fases". Todo gira en torno a un tema principal, que partiendo de su característica entonación inicial, elevada al cielo - por cierto, uno de los pocos grandes temas sibelianos de dibujo ascendente -, busca crecer y completarse plenamente, lo cual consigue (o casi, como veremos) en tres momentos señalados del papel pautado. Esta articulación casi podría evocar el esquema de unas variaciones muy libres, o acaso un rondó, pero tales formulaciones sólo tratarían de domeñar artificialmente una música que apenas tiene más señor que la propia música, y todo lo que su autor volcó en ellas.

En lucha contra ese tema principal, diversos materiales pugnan por agotar su afirmación, oponiéndose a su perfil más delineado y estable con atributos más turbadores e indefinidos, inestables en la armonía, modulantes hasta rozar de nuevo los límites tonales. Y es que, como en los dos primeros movimientos, sobre todo en el inicial, cohabitan de nuevo dos polos, el poder de la luz - lejana, fría y tenue - y poder del caos, polos que batallan y logran herirse uno al otro. Esa batalla es sutil, nunca violenta, secundada por elocuentes silencios y refinados aunque grises colores.

A pesar de esa lucha y a esa falta de forma clásica no hay carencia alguna de continuidad y de coherencia. Todo lo contrario. Sibelius no lo permitiría, y se ancla en la propia naturaleza "germinal" del devenir musical, en la que unos motivos fluyen con naturalidad en otros. Y también la unidad se logra con elementos vinculados entre sí: la cabeza del tema principal y su quinta ascendente, un contramotivo que termina en un quinta descendente, y al tiempo una célula inicial con un dibujo característico que presenta el tritono omniabarcador de toda la Cuarta Sinfonía.

La naturaleza informal del movimiento desvela así mismo la lucha del autor durante la larga composición del movimiento, cuya forma le planteaba enorme dudas, hasta que resolvió conscientemente entregarse a lo que la música misma le pedía. Y aquí tenemos el brillantísimo resultado.

Tras la tormenta trágica con la que triunfaba el diabólico scherzo anterior, el tercer movimiento comienza con un clima en principio muy calmado. Pero extraño, casi sobrenatural, y con el tenue sonido de dos flautas que se alternan, acompañadas tan sólo de los cellos, divididos y en sordina, todo ello en piano:

(cliquea en las imágenes para agrandarlas)

El tono inicial parece ser la menor, el principal de la sinfonía, pero en seguida la última nota del motivo inicial de la flauta parece revelar que la armonía no va a ser nada fácil: un re#, situado justamente a la distancia de un tritono de la nota inicial.

Este pequeño motivo no es sino una forma ampliada de la célula inicial del primer movimiento, pero añadiendo una tercera nota a distancia de una quinta respecto a la inicial, convirtiendo su dibujo en algo más amplio. Su presencia a lo largo del movimiento asegurará su unidad y a su vez la vinculación de todas las partes de la sinfonía.

La segunda flauta le responde con una escala ascendente de séptima mayor, una figura que de una forma u otra hemos visto también en el primer tiempo, como en el segundo, y aquí se plantea como un consecuente lógico. Tras ella de nuevo la primera flauta cierra el círculo con otra variación de la célula inicial. Ya en el segundo compás estamos muy lejos del tono inicial, y así será siempre que estos elementos hagan acto de presencia, asumiendo el papel de esas "fuerzas del caos", ese agente disgregador del que hemos hablado.

Tras una breve respuesta del clarinete, la primera flauta retoma la ascensión hasta su registro más agudo y en extrañas escalas - renunciamos a partir de ahora a hablar de su armonía, ya que cada compás requeriría un comentario propio - lo que unido al tenue acompañamiento (cellos y contrabajos, que intercambian material motívico con el solista) crea un clima gélido y desangelado. 

Después de una acotación del primer compás surge, como en un juego de registros del órgano, un breve motivo en las trompas (sin más instrumentación), casi como un coral polifónico, ajeno a la palidez mortal que había caracterizado el comienzo del tiempo (notas reales): 



Se trata la primera insinuación de lo que será el tema principal. Su presencia, con un colorido más tonal y estable, parece una pequeña luz en el ventanal del oscuro templo, una promesa de redención, un sueño esperanzado. Está armonizado en principio - aunque acompañado por dominantes secundarias - en modo lidio, un La Lidio, desde luego un modo ya bien conocido en la obra. 

Pero la esperanza que plantea resulta vana, porque su final, abrupto y en un acorde de quintas disminuidas (el doble tritono), da paso de nuevo, a través de los violoncellos, a retomar la indeterminación inicial. Sin embargo, a pesar de estos constantes regresos y recuerdos nada en este movimiento, carentes de artificios, va a repetirse de manera idéntica. Los violines entonan, o casi mejor esbozan, un motivo secundario:

 
En su primera parte el motivo, tras el descenso inicial, no parece más que una serie de adornos cromáticos sobre un dibujo plano, seguido por un dibujo más expresivo que termina en un tono ajeno y una quinta descendente (diseño el de la quinta característicamente sibeliano). Este motivo tiene dos fuertes conexiones. Por una parte, dentro del movimiento anuncia un motivo secundario que acompañará al tema principal (de hecho aquí lo ha hecho consecuente a su primera insinuación, aunque parezca ahora completamente ajeno). Por otra parte tiene una gran semejanza con un motivo del movimiento central del Cuarteto "Voces intimae" (Ej. IIIb del análisis que hicimos en su momento). No en vano materiales del movimiento de la sinfonía parecen originados al tiempo que el cuarteto. Ambas obras como ya explicamos en su día mantienen muchas similitudes, si bien en la sinfonía el lenguaje es mucho más extremo, lo cual se demuestra justamente por la comparación entre los motivos respectivamente señalados: el de la obra camerística es estable tonalmente, monótono y hasta obsesivo, mientras que el de la obra orquestal se muestra cambiante e interrogante.

A continuación la cuerda (sin los bajos) redunda en el final del motivo, y lo hace al unísono, conectando de forma directa con todo lo que vendrá después. Entonces los fagotes, secundados por un clarinete en su registro bajo, retoman de forma aún más siniestra el diseño germinal de la flauta, dando paso a los cellos, que inician de manera explícita el dibujo del tema principal, finalmente frustrado por un acorde de séptima menor (¡con tritono!) de gran expresividad y sentida coloración.

Tras un breve intercambio una flauta lleva los motivos iniciales al registro más agudo, pero ahora acompañada de pedales de la cuerda y en contrapunto, con un quejumbroso fagot casi en imitación. 

Oboes, clarinetes y fagotes, contestados por violas y violines, entonan un pequeña frase casi de coral, con singulares quintas descendentes, pero que en realidad está basada en el final del motivo secundario (Ej. IIIc). Van preparando, como moléculas flotando en el vacío, el aura que se formará en los violines (a los que se unirán después las violas en divisi) y que va acompañar a la primera formulación firme del tema que, como se venía profetizando, entonarán con toda nobleza y nolstagia infinita los violoncellos:


El tono es el de do# menor, escala en principio (tal y como indica la armadura) principal del movimiento. Con ese aura, sin evolución armónica (tónica con séptima menor añadida) se crea un clima atemporal y estático, que sitúa la melodía en un mundo ajeno al nuestro. 

El tema se prolonga retomando una versión, ahora sí más clara, del motivo secundario (ej. IIIc), que muestra sin embargo su carácter modulatorio y autoaniquilador, hasta disolver la marcha melódica. Las violas entonces intentan tomar el tema, pero no lo consiguen. Un oboe solitario expone con insoldable melancolía el final del tema secundario, ahora mucho más claro y distinguido.

Con un cello solo (de manera análoga a los solos del primer tiempo), el tema principal intenta de nuevo cobrar vida, pero otra vez otras ráfagas motívicas se apoderan del discurso. En esta ocasión serán los primeros violines, que cantan el motivo secundario y su lamento cromático, con el acompañamiento, tenue y muy hermoso tímbricamente, del resto de la cuerda (bajos en pizzicato).

Mientras los segundos violines crean un manto en obstinato de una mismo sol# sincopado, como un palpitante sentimiento de angustia, las maderas retoman una forma de contorno definido de la célula inicial, con valores más largos, haciendo evidente su clara vinculación en la célula germinal del primer tiempo (Ej. Ia). Se crea entonces un clima de gran expectación, generando finalmente un aura en los oboes muy semejante al que antes dibujaban los violines (Ej. IIId) para acompañar otra vez al tema principal. Y es que llegamos a la segunda formulación, ya completa, de dicha melodía, incorporando en distintas momentos los violines primeros, violas y celli, y después los segundos violines (aquí transcribimos la parte de los primeros):  



Esos grupos tocarán la melodía en octavas, rodeada por el aura de los oboes, que después toman los clarinetes y finalmente los fagotes, todo ello bajo el redoblar apianado del timbal con la dominante (la misma sol#). El conjunto al completo hace que, aunque con una fuerza expresiva mayor, la melodía no parezca más cercana, y parezca plantear más desesperanza que redención. 

Finalmente, a pesar de su extensión y su vuelo hacia las alturas, tampoco esta vez se cumple la expectativa, y la esperanza vuelve a decaer, un golpe subrayado por acordes que cuentan con la presencia sutil de los metales, prácticamente ausentes (excepto en el coral del Ej. IIIb) durante todo el movimiento.

El retorno de los materiales iniciales entre los clarinetes y una flauta crean una sensación de desasosiego muy marcada, que se confirma cuando violines y violas llevan dichos materiales a fórmulas de figuras rápidas pero al tiempo tonalmente estables, mientras los cellos realizan el enésimo intento por materializar el tema principal. Bajo una atmósfera de fuerte inquietud y tensión se produce entonces un diálogo entre distintas partes de la orquesta, en las que fragmentos de los distintos componentes melódicos de la obra reclaman su derecho a vivir. En este momento el caos parece vencer, elevando la temperatura hasta un punto desconocido hasta ahora en la marcha de un movimiento en principio calmado.

Los violoncellos en soledad comienzan el tema, en si menor que, tras un breve pero desconcertante silencio total, es entonado finalmente en su tercera y más contundente aparición. Lo hace en el tono principal, octavado en toda la cuerda a excepción de los contrabajos, completada a su vez por la mayor parte de la orquesta en un poderoso clímax. Se resuelve y al tiempo realza de esta manera la tensión anterior, especialmente subrayado por los poderosos acordes del metal y los timbales.
Al contrario que las dos anteriores apariciones completas la melodía se arropa en una armonización menos estática o intemporal, más completa y evolutiva, dando la sensación de ser la respuesta definitiva a todo el movimiento, la trágica respuesta definitiva.

Los metales llegan incluso a tomar la cabecera del tema, en una apoteosis que no llega a plasmarse: enlazado de manera magistral por Sibelius, todo el clima, casi majestuoso,  deviene en un nuevo palpitar sincopado de la cuerda, ahora tomando la tónica del movimiento (do# menor), que será mantenida en las violas, junto con la misma nota como pedal de las trompas en diminuendo, hasta el final del tempo.

Y bajo ese ansioso obstinato el arranque del gran tema principal es tomado por clarinetes y fagotes, que en manos de la primera flauta (una vez más) se metamorfosea con toda naturalidad en fórmulas del motivo inicial, de forma idéntica a como había sido transformado en el centro de la obra, trazando otra vez evidentes analogías con el motivo generador del primer movimiento (Ej. Ia). Tal reformulación primero toma como tono un disonante Re Lidio, en el clarinete y los primeros violines, para pasar finalmente a Sol Lidio, a una distancia - casi podríamos decir "como es lógico" - de tritono del tono principal:

Además del motivo en sí, todo este pasaje conclusivo transcurre en paralelo directo con el final del primer tiempo (Ej. Ik), que concluye también con su célula inicial en imitación y un unísono. Y como sucedía también en aquel pasaje la última nota tiende puentes con el inicio del siguiente movimiento. Aunque no esté indicado un attacca, el director debería captar esa continuidad y no esperar más que un breve instante a arrancar el Finale que, de nuevo con toda lógica, comenzará con ese mismo do# con el que concluía este hermoso pero lúgubre movimiento.

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Para ilustrar el análisis apelamos de nuevo a la Filarmónica de Helsinki, bajo las órdenes de Leif Segerstam:

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